miércoles, 29 de septiembre de 2010

FRAGMENTO.

EL PEREGRINO.



Refugiarse era imperativo.
El viento gélido barría el valle, y hacía ulular los escasos árboles y las rocas cercanas.
Se subió al carro y el alivio fue instantáneo.
La salamandra de hierro despedía ese calor sereno y placentero que transformaba todo el ambiente en un mundo aparte del frío exterior.
Cuando descubrió el viejo chasis de camión - ¡hacia ya seis años!, los pocos que supieron lo que se proponía movían la cabeza  escépticos y un tanto divertidos.
Pero desde ese entonces, todos quisieron ver su “casa-carro”, como la llamó El Gato Huidobro, el viejo capataz.
-Debe estar por llegar-, se dijo en voz alta.
Puso el agua para el mate sobre la salamandra, y se sentó ante la ventana que dominaba el paisaje.
La lejana figura a caballo surcando el ventisquero le hizo sonreír. Sabía que tendría por delante casi un día completo de intercambiar frases y silencios con el único verdadero amigo que tenía… y descargar la mula que cargaba con sus provisiones siempre era una parte muy agradable de esa visita.
Divisó otro jinete un poco más atrás del primero, y por un instante su ceño se frunció en una muda pregunta.
El Gato no traía visitas al Valle de la Luna, ni le gustaba llevar a nadie sin avisarle.
La alegría de la compañía, que solía venir con un cargamento de libros, periódicos, baterías para la radio, y otras necesidades, cada  quince días, era un ritual que no había sufrido alteraciones en mucho tiempo.
Esa especie de pacto de privacidad que le permitía cumplir con su trabajo y su existencia, sin dar explicaciones ni recibir órdenes más que las imprescindibles, o que le obligaba en primavera a recibir al veterinario y los dos peones que ayudaban en la recorrida,( cuando era época de parición de las ovejas),Y que se iban inmediatamente, aliviados de no tener que permanecer ni un momento más al lado “del Arisco”,llevaba ya 15 años de vigencia sin alteraciones importantes.
Esperó la presentación y la explicación que sabía vendría en el momento adecuado.
Verles avanzar lentamente al trote cansino de sus caballos, le  recordó sus obligaciones de anfitrión.
Avivó el fuego de la estufa, y preparó el horno de la pequeña cocina, para  que el pan hecho esa misma mañana estuviera crujiente.
Ceñudo aún, se puso su grueso poncho y salió a recibirlos.
Abrió la puerta del galpón que durante mucho tiempo también fue su casa y que ahora era caballeriza y refugio para los corderos “guachos”, lugar para sus arreos, lugar para descanso de visitantes,(como en este caso), y taller de carpintero.
Preparó dos buenos baldes de ración en los pesebres, y llenó de agua el bebedero para los caballos que pasarían la noche allí, junto al suyo. A Maraca, la mula, le gustaba quedarse en el pesebre exterior. El único día que pretendió dejarla junto a los caballos, se las arregló para abrir la puerta del galpón ella solita…para diversión de Gato, que  supuso pasaría algo por el estilo.
A Trabuco no le gustaban las visitas en el pesebre, y se lo hizo saber en cuanto le vio trajinar con la comida.
No seas goloso y egoísta, viejo feo, - dijo,  mientras le acariciaba el cuello y le daba también a él un poco de comida.
Ambos sabían que las visitas no duraban demasiado.
Pecosa y sus dos hijos, ni siquiera se tomaron la molestia de ladrar.
Conocían bien al visitante y no se movieron de su lugar debajo de la piedra grande que les permitía controlar el rebaño.
No eran necesarias las sonrisas, pero  cuando El Gato se bajó del zaino, él supo que algo pasaba.
El abrazo dio paso a la presentación de la otra figura.
Así como el Gato hacía honor a su apodo con su agilidad a pesar de sus años, el acompañante, un tanto atemorizado y aterido de frío, tardó  un poco más en bajar del caballo, y esa pausa le permitió observarlo.
Rondaba los veinte años y montaba bien.
Parecía fuerte, y por la expresión que mantenía, intuyó que era alguien inteligente.
Las manos eran fuertes, y al desmontar, lo primero que buscaban sus ojos era el lugar para desensillar y soltar el caballo.
Gato se dio vuelta y le presentó: Vicente Calleja viene por primera vez al sur, y me animé a traerlo…para pedirle un favor…
Tendió su mano y le miró firmemente a los ojos, y el muchacho no esquivó la mirada.
Se la sostuvo con un asomo de reconocimiento y un: encantado, Sr., perdone la presencia sin aviso.
-Sea bienvenido. Si viene con un amigo no necesita permiso.
-Traigan los pingos. De Maraca me encargo yo,-dijo llevándola al pesebre exterior-.
El Gato sabía de sobra el camino y le hizo una señal silenciosa al muchacho para que le siguiera hacia el galpón con la puerta entreabierta.
Los recién llegados apreciaron el orden y la limpieza del lugar, y tuvieron buen cuidado de dejar sus recados y riendas ordenadas,  y el cojinillo y las mantas del lomo bien extendidas sobre las divisiones de las caballerizas.
En el pesebre exterior, la mula fue atendida con el mismo esmero.
La carga era un ordenado tesoro repartido en dos grandes cestos de mimbre, que él se apresuró a revisar expectante .Recibió la ayuda de los dos visitantes para introducirlos en la habitación que hacía las veces de fogón, dormitorio y oficina del puesto.
Sacaron, eso sí, dos grandes paquetes que contenían la carne y los chorizos y morcillas que formaban parte del ritual de ese encuentro.
Todo lo demás debería esperar su momento.

Al caminar lo veinte pasos que les separaban del carro-casa, el viento frío les obligó a aferrar sus ponchos y apurar el paso.
Subir los cinco escalones de madera le permitió al muchacho ver el paisaje techado por nubes cargadas de lluvia helada.
Entrar en el carro le dio una sensación de refugio acogedor.
Ambos hombres, en un ritual ensayado durante años, acercaron sus manos a la salamandra, y se sentaron ante la confortable mesa que presidía la ventana que daba sobre el valle.
El agua para el mate ya estaba caliente, y el pan crujiente y la manteca fueron puestos sobre la mesa.
El muchacho siguió el ejemplo de los mayores, y sacándose el poncho, lo colgó en los ganchos de detrás de la puerta de entrada.
Eso le permitió al Arisco observarlo mejor.
Captó la fuerza y la soltura de movimientos del muchacho, y le indicó con un gesto que ocupara el asiento al lado del Gato.


Los primeros mates fueron en silencio calmo y reconfortante.
Afuera el viento jugaba con la lluvia, tejiendo cortinas de frío en el paisaje.
El muchacho miró a través de la ventana, admirado de la inmovilidad de los perros.
-¿Siempre están tan tranquilos…aunque haga este frío?-
-Siempre que saben que no hay zorros cerca, sí…la llama les avisa, y ellos lo saben.
Son así de buenos en lo suyo.- contestó él, sabiendo que la pregunta era sincera.
La admiración que generaban sus perros y su caballo no eran nada nuevo.
Años de costumbre, son el mejor entrenamiento.
-dijo a la par que le alcanzaba el mate-.
El muchacho observó a su alrededor sin disimulo.
Vio las estanterías con decenas de libros, la cocina impecablemente limpia, el sillón largo con una litera encima, el espejo grande que estaba en una puerta, las lámparas de kerosén,
Y al fondo, otra puerta, que dedujo era la entrada del frente, donde había visto estaba el pescante.
El lugar, aunque reducido era lo más semejante a una casa que podía imaginarse.
Mire nomás, Clavijo, no molesta.-dijo El Arisco serenamente-.
Vicente se sintió cohibido, pero entendió que era una invitación cordial, y no un reproche.
Se levantó despacio y se acercó hasta el cristal de la puerta que daba a la parte delantera, y admiró los detalles de artesanía práctica. Al costado izquierdo divisó…¿¡ el armario!?...y sin salir, vio a través del cristal como estaba organizado el pescante: a un lado el asiento del conductor, con una mesada justo adelante, con la rueda que era el mando del freno al lado, los faroles  brillantes de bronce refulgente, y al costado izquierdo un armario pesado, sólido que debía servir para guardar muchas cosas…
Sorprendido, pensó que ninguno de los hombres que le habían hablado del Arisco le habían dicho la verdad.
Por lo visto nadie  más ha entrado en este carro…excepto el Gato.
Esto es una maravilla impropia de un gaucho, se dijo.
Los hombres seguían tomando mate en silencio y él no se atrevía a cambiar eso.
-Si necesita ir al baño, lo tiene a su espalda, úselo tranquilo, Clavijo, seguramente el agua está caliente y podrá lavarse las manos si es su  costumbre.-
Sorprendido, y más por curiosidad que por necesidad, fue hasta la puerta que estaba a la izquierda de la que subieron al carro, y al abrirla vio un pequeño baño inmaculado.
Abrió el grifo y casi al instante salió agua caliente; el jabón le asombró casi tanto como todo lo visto hasta entonces.



Al salir vio pasar a Gato hacia fuera.
Vamos a hacer un fueguito, le dijo casi sonriendo, mientras se ponía el poncho.
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