miércoles, 3 de noviembre de 2010

DUERMEVELA.


No hay eternidades sin abismos.
Ni noche sin susurro.
El Mar sin oleaje es impensable.
Así que todo aquello que sucede
es una repetición infinita
con matices que llevan a lo mismo.

No importa por lo tanto el desastre que acude
puntual a la cita dolorosa.

El inaudito reflejo se repite en otros tantos espejos inauditos.
El viento vuelve una y otra vez sobre sus pasos.

La luz persevera en sembrar sombras.

De ese impensable equilibrio estamos construidos
.
Costumbres de los pasos y los cielos.
Costumbre en la pared que acuna
ventanas y puertas y escaleras,
alguna que otra euforia en los almendros,
canciones repetidas que hoy son cena,
y que alimentan mi sed de otras canciones
que mi alma repite y cuyo dolor que asoma,
persevera y triunfa, crece y siembra.

En la senda del mundo que me espera
crecen raíces que imaginan flores.
Alumbro pequeñas alegrías.
Lugares y su asombro y duermevelas.
Ternuras que nadie sospecha en las esquinas.
Veo pasar los ojos y las manos,
las banderas, los cantos, los  milagros.

Es un planeta de cansancios estrenados,
es recomenzar a verme en blanco y negro
reflejado en un charco, en una acera,
en los ojos de un niño que pide otra limosna
que ya no puedo dar aunque quisiera.

Y no hay eternidades sin su abismo.
Ni memoria que no sea al mismo tiempo
una esperanza de que no sea un reflejo.

Allí donde resido el viento talla las arenas,
tiemblan los pájaros de puro regocijo,
y a luz persevera en sembrar sombras.
Iré al encuentro de aquello que me espera,
allí donde yo aspiro que se encienda
la paz que aún no encuentro y que golpea
la costumbre de un mundo que no habito.

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