lunes, 24 de enero de 2011

FERMINESCA.2

Me acerqué lentamente al sonido que surgía desde el monte cercano.La maraña de matojos y arbustos no me permitía ver más allá de unos pocos metros, y había dejado los perros en casa para no sufrir con el viaje y todos los perros sueltos que nos encontrábamos en el camino, y que siempre significaban una pelea de Pi, una sarta de aullidos de Layla, y una mirada en búsqueda de protección de Pe, con el lomo erizado y demasiado viejita como para meterse en esos líos que su hermano provoca.
Hacía demasiado tiempo que no montaba a caballo, y Trabuco y yo no nos conocemos lo suficiente como para permitirme alardes.
Mi vejez hace el resto...pero aún recuerdo a Malevo y su andar con paso caracoleante y tenso.
Trabuco es distinto.
Como yo, es prudente.
Fuerte y grande,"colorao malacara y crines negras", poderoso y musculado, pero prudente.
Cuando le pongo a galopar, lo hace cómodamente, sin apuro, con un rendidor desplazamiento confortable, sin alardes.
Al alba, cuando todos duermen, a escondidas, bajo con él hasta los médanos enormes, y subo y bajo por ellos lentamente.
Alcanzo la infinitud del mar y nos detenemos.Dejo que moje sus patas lo suficiente para descansarlo del esfuerzo de los arenales, y vuelvo lentamente al bosque en el que está la caballeriza.
Por eso, cuando escuché el ruido entre los matorrales espesos, y aunque ya había desmontado, me pudo la curiosidad.
En una especie de cajón casi podrido, bajo el tocón de un árbol quemado, había tres zorritos.
Supongo que llamaban a su madre, y que el hambre podía más que su entrenamiento.
Me alegré de haber venido sin los perros.
Estuve un rato viéndolos jugar entre sí desmañadamente.
Uno de ellos me llamaba especialmente la atención,porque era casi negro y un poquito más grande que los otros dos.
No sé si estuve mirándolos más de media hora, venciendo constantemente mi necesidad de tocarlos.
Trabuco se impacientó,porque es un viejo glotón que sabe que al término del paseo le espera una buena ración de comida, y tironeaba de la rienda...quizá un poco asustado por el olor a zorro.
Decidí hacerle caso y monté nuevamente.
Al irnos, traté de memorizar el lugar y me fijé atentamente en las señales que podían ayudarme a encontrarlos nuevamente.
Debajo de unas chircas, a mi derecha, la madre de los cachorros me miraba temblando, con una liebre colgando de su boca.
Sus ojos reflejaban la duda.
Me alejé lo más rápido que pude maldiciendo mi intromisión en su mundo y jurando que nunca volvería a fastidiarla.

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